sábado 22  de  febrero 2025
OPINIÓN

Una pizza y una malta

Vivencias que toman forma de relatos y conducen a la reflexión

Diario las Américas | CAMILO LORET DE MOLA
Por CAMILO LORET DE MOLA

Nuestra generación no “mataba el ratón” con sopa del mercado chino de Cuatro Caminos, ni con las butifarras del Congo que inmortalizara en una canción el trío Matamoros, tampoco llegamos a conocer el restaurante de mariscos que se mantenía abierto toda la madrugada para ayudar con la borrachera a los bohemios trasnochados de los años 50.

Los habaneros de mi juventud regresábamos de la playa de Santa María manejando imprudentemente a través del túnel de la bahía para recalar, como náufragos desesperados, en los platos de cartón y los vasos perga de La Piragua, una pizzería al aire libre al lado del Hotel Nacional y frente al monumento a las víctimas del Maine.

Era una facilidad temporal construida para algún carnaval de los 70 que terminó reciclada como callejón para matar el hambre de los noctámbulos y que exhibía como nombre el título de una canción de moda llegada desde Colombia sobre un tal Guillermo Cubillos, tema que la radio repetía una y otra vez hasta el cansancio.

A La Piragua no se iba, nadie salía de su casa para llegarse hasta allí, a La Piragua se llegaba, como colofón de la jornada: la cosa era apoyar tus codos en la barra sucia mientras, de unos hornos con portezuelas rotas y remendadas, un camarero sacaba unos moldes ennegrecidos de tanto usarse y con una espátula desprendía la pizza que siempre tenía unos exquisitos rebordes duros y requemados. Todavía recuerdo el movimiento preciso con que el camarero lanzaba la pizza al plato desechable antes de canjearla por el peso y la peseta con que ansiosos esperábamos del otro lado del mostrador. “Unovente, ¡arriba!” así decía, resumiendo en cuatro silabas el precio a pagar para degustar esa versión cubana del conocido plato italiano.

Antes de comerla teníamos un rito obligatorio: doblábamos la pizza al medio con plato de cartón y todo y escurríamos la grasa excesiva que desprendía por una de sus puntas, el sobrante se dejaba caer en el suelo, extendiendo los brazos para que no te manchara “la coba de salir”, que era como definíamos a nuestra mejor muda.

Con la malta, cuando había, también debías seguir la costumbre de dejarla reposar un rato para que bajara la espuma. Al tercer mordisco de pizza volvías a recuperar el cáliz de la bebida y entonces comprobabas que te quedaba solo un cuarto del vaso perga que antes parecía lleno a rebosar.

La pizza se comía recostados a los autos o sentados en el capó, nunca dentro de los vehículos, como si estuviéramos presumiendo la comida de pobres conque nos deleitábamos.

En cada provincia había un recalo como La Piragua, en la cultura de la miseria que nos impusieron distinguíamos estos rincones sucios como un oasis de felicidad, allí llevamos las novias con que habíamos bailado toda la noche, o arrastramos las frustraciones, las penas de amor, para aturdirlas con el queso del CAME, (consejo de ayuda mutua económica), que nos llegaba por la “asistencia desinteresada” de los “bolos” (soviéticos).

La Piragua se hundió, junto con la Unión Soviética y el periodo especial, recuerdo verla desaparecer luego de aquellos juegos panamericanos de 1991. Llegó a ser un lujo del pasado, una memoria afectiva que no recuperamos ni con la fuga generalizada que mi generación ha protagonizado desde entonces.

Recuerdo aquí en Miami a un amigo que alucinaba con una lata de la salsa Vitanuova, ese era el nombre comercial del condimento masivo que cubría de rojo tenue aquellas pizzas. Por fin alguien se la trajo de Cuba y la felicidad del reencuentro le duró poco, no pudo con el sabor que dejó su experimento: “para lo único que sirvió fue para demostrarme que la pizza cocinada tantas veces en mi mente era irreproducible”, comentaba en medio de su frustración y luego de lanzar a la basura lo que sobraba del preciado líquido.

A mí me queda el consuelo de tener a Ingrid Arenas en Miami: una loca tozuda que insiste en recrear los sabores de la víspera del desastre. Se ha montado un invento junto a su hijo al que han llamado Tío Colo, donde, a golpe de bocaditos de helados y pizzas, consiguen que revivas el malecón, las olas y hasta el olor del queso derretido del sábado en la noche.

De tanto insistir Ingrid y el alquimista de su hijo ya tienen el sabor real de La Piragua, incluso lo han mejorado, haciéndolo más intenso. Vale la pena irse a navegar a sus predios, aunque no consigan repetir los moldes empercudidos donde forjamos nuestras vidas y el borde achicharrado de nuestra pasión juvenil.

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