Hace semanas, una inspección de trabajo en la planta en construcción de la empresa automovilística china BYD en el estado de Bahía, Brasil, rescató a 163 trabajadores chinos de lo que los inspectores calificaron como “condiciones de esclavitud”. Entre otras violaciones laborales, las autoridades revelaron que los obreros trabajaban en turnos de hasta 12 horas diarias, más de lo permitido por la legislación brasileña, durante seis –o incluso siete– días a la semana bajo condiciones degradantes y sin seguridad óptima.
La reacción de BYD y de la subsidiaria implicada, Jinjiang Group, fue la habitual en estos casos. Negaron las acusaciones y atribuyeron el escándalo a la intención de “fuerzas extranjeras” de difamar al fabricante y dañar la relación entre China y Brasil. Tampoco sorprende que la agencia de noticias Xinhua, con sus distintas ediciones y un despliegue fabuloso en una decena de idiomas, clave en el engranaje propagandístico del régimen en tanto que reparte juego al resto de medios, obviara la noticia por completo al contrario que las agencias internacionales.
No importó que la información afectase al desempeño de una empresa china que cotiza en Shenzhen y que está en la vanguardia de la producción de vehículos eléctricos en el mundo. Tampoco que su inversión en Brasil sea la punta de lanza de su expansión internacional, ni que las víctimas fuesen ciudadanos chinos. Después de estallar el caso, Xinhua publicó dos informaciones sobre BYD, pero no referidas al escándalo sino a su éxito comercial: “BYD vuelve a superar a Tesla en venta de vehículos eléctricos a nivel mundial”, titula una de ellas.
Alrededor de esta omisión conviene recordar dos cosas. La primera, que no existe en China nada parecido a una prensa tal cual se entiende en el mundo libre, es decir, como un contrapeso del sistema que tiene asignado el rol de someter a escrutinio al poder. En China los medios no son otra cosa que la correa de transmisión del régimen del que forman parte. Y como ordenó el célebre «Documento nº 9», una circular del Partido Comunista que fijó –en 2013– el rumbo ideológico de la China de Xi Jinping atacando los “peligrosos” valores liberales occidentales, la libertad de prensa ha sufrido desde entonces un deterioro considerable.
Reporteros Sin Fronteras (RSF) nos advierte cada año contra la tentación de creer que el gigante asiático, con su espectacular desarrollo y su milagro económico, se ha convertido en uno de los nuestros. En la China de Xi, segunda potencia económica mundial y una notable capacidad financiera, tecnológica y militar, discrepar del régimen te lleva directamente a la cárcel. En la actualidad, 124 periodistas chinos están entre rejas, 11 de ellos en Hong Kong. Y China es el 172 de 180 países en el ranking de libertad de prensa de RSF, compartiendo año a año el furgón de cola con países como Afganistán, Irán o Corea del Norte.
La segunda idea que hay que tener bien presente es que sin unos medios de comunicación que actúen como contrapoder y denuncien las malas prácticas, episodios como el de BYD en Brasil son más difíciles de erradicar. Si el asunto no se convierte en un escándalo en China porque, mayormente, no existió para la opinión pública, ¿qué incentivo tiene BYD, o cualquier otra empresa china que opere en el extranjero, para atajar las malas prácticas? Que para Pekín la actuación reprochable de sus empresas en el extranjero sea tabú explica decisivamente que muchos de sus proyectos sean problemáticos.
Durante años hice trabajo de campo por decenas de países siguiendo la huella de China en su expansión internacional. Ésta ha tenido para los países receptores –incluidos los latinoamericanos– consecuencias positivas o negativas, según los casos, o una mezcla de ambas. Pero si hay un patrón que se repite sistemáticamente en muchos países del Sur Global es el impacto social, medioambiental o laboral de los proyectos chinos en el extranjero. Sin ninguna duda, es el factor individual que más perjudica la imagen internacional de China.
Como el caso de BYD en Brasil, escándalos así casi nunca llegan a conocimiento de la opinión pública en China y, por tanto, el abuso cometido se convierte para la empresa de turno en un mero contratiempo que hay que gestionar a nivel local. Lo que implica, tantas veces, que el asunto queda más o menos enterrado y no hay consecuencias. De ahí que los contrapesos resulten fundamentales para minimizar los excesos. Sin prensa libre, ONG, académicos independientes y oposición política, no hay denuncias. Sin éstas no hay castigo. Si no hay un precio que pagar, no hay incentivo para cambiar. Ya que no está en la naturaleza política de China hacer ese escrutinio, corresponde a los países receptores redoblar sus esfuerzos para hacerlo.
Juan Pablo Cardenal es periodista especializado en la internacionalización de China y editor de Análisis Sínico en www.cadal.org