miércoles 30  de  abril 2025
OPINIÓN

¿Por qué te tomó tanto tiempo, Varguitas?

Me abrazó cariñosamente y en jarana le dijo a Mas Canosa: “La rusita nunca me ha perdonado que alguna vez apoyé a Fidel Castro”

Por NINOSKA PÉREZ CASTELLÓN

“…ella no se atrevía a decirme nada para que no pensaran que cometía un crimen de lesa cultura”.

Mario Vargas Llosa - La Tía Julia y el Escribidor

Murió Mario Vargas Llosa y con él también una era irrepetible. El Nobel de Literatura deja un impresionante legado, tanto cultural como político. Sin embargo, nunca pude entender cómo a una mente tan brillante le tomó tanto tiempo reconocer, al tratarse de Cuba al menos, lo que en gran parte caracterizó su obra. La rebelión contra el autoritarismo y el rechazo a la represión.

No me malinterpreten. Vargas Llosa lo hizo magistralmente en su rompimiento con la revolución cubana y Fidel Castro cuando el Caso Padilla, ¿pero cómo no vio mucho antes que lo que le hicieron al poeta en 1971, ya se lo habían hecho a tantos otros?

Era la época de Sartre y la justificación de lo injustificable. La moda era coquetear con la izquierda. ¿Por qué no? Beneficiarse de sus premios y publicaciones. Me lo contó Heberto Padilla años después, destruido por aquel experimento de comunismo tropical. La revolución los capturaba al llegar a La Habana como cigarras encandiladas por una luz malévola que terminó achicharrando alas y egos.

Cuando conocí a Vargas Llosa en 1985, ya era un hombre alejado de la izquierda. Era el invitado de honor de la Feria del Libro de Miami y yo una voluntaria con el extraordinario privilegio de llevarlo y traerlo por mi ciudad adoptiva. No sé si fue gracias a Carlos Alberto Montaner, Mayin Correa, Heberto Padilla o todos a la vez que lo convencieron para que se presentara en el Centro Cultural Sibi una versión de Kathie y el Hipopótamo que acababa de estrenarse en Caracas. Sin fondos para una gran producción y sin cobrar derechos de autor, el ya famoso escritor cedió ante la petición de Nancy Pérez Crespo y sus sueños de fomentar la cultura en nuestra entonces pequeña aldea.

Ni la producción a teatro lleno con un espectacular afiche de la pintora Gia Galletti, el vestuario de mi closet, ni la viajera ni el profesor Zavala fueron lo que el autor esperaba. Pero con esa caballerosidad que lo caracterizaba, se mordió los labios y felicitó a todos. Esa gran noche marcó un hito para aquel pequeño centro cultural y él generosamente lo hizo posible.

Faltarían unos años para el Nobel de Literatura, todavía era Varguitas y no Don Mario, pero para todos los que estábamos presentes, al escuchar sus anécdotas y disfrutar de su presencia, intuíamos que estábamos ante un gigante.

Aun así, algo en mí buscaba respuestas. Y yo al igual que la prima Patricia en la obra me “importaba un pito cometer un crimen de lesa cultura”. ¿Por qué alguien como Mario Vargas Llosa estuvo del lado equivocado por más tiempo de la cuenta? En uno de esos viajes que le serví de chofer se lo pregunté. Me dijo que era muy joven para entender lo que vivieron él y otros de su generación literaria en aquellos turbulentos tiempos. Era el triunfo del David que desde una pequeña isla se enfrentaba al colosal y poderoso enemigo del norte. ¿El antiamericanismo que tanto daño le ha hecho a América Latina? Le pregunté. Le recordé que Fidel Castro no lo había hecho solo, le había vendido la soberanía a la Unión Soviética. No me contestó. Le conté que mientras él, Sartre, García Márquez, Cortázar, Carlos Fuentes y tantos otros se habían dejado cautivar por el encantador de serpientes, corría la sangre por los paredones. Hombres y mujeres languidecían en las prisiones y jóvenes eran internados en campos de concentración. El realismo mágico sería ficción en la literatura, pero era real en la revolución cubana.

Le conté que de niña había vivido la otra cara de aquel fallido experimento. La de los saqueos, las turbas, los registros de madrugada, la del terror y las confiscaciones. La de los fusilamientos como pasatiempo nacional. La de las pesadillas de mi niñez al ver en la televisión a un hombre abatido por las balas y la sangre oscura salir por los orificios y manchar la blanca guayabera. La de un extranjero llamado Che Guevara que llegó a Cuba a matar sin piedad. El que condenaba a los cubanos al paredón y aun con pruebas de inocencia antes del juicio, con una sola frase los enviaba a la muerte: “Si vistió el uniforme azul, va de viaje”. La de las madres que llegaban a la fortaleza de la Cabaña para visitar a sus hijos presos y aún veían y olían huellas de la sangre de los fusilados esa madrugada. Fue la era de la barbarie.

La del destierro y el sentirse que te arrancan de cuajo de tu tierra, para que tus raíces prendan en tierra ajena. Me escuchó callado y sin interrupciones y al final me dijo una frase que luego encontré en La Fiesta del Chivo: “No hay comentarios que hacer”. Con eso bastó. Siempre sospeché que lamentó su apoyo a Fidel Castro más de lo que lo manifestó. Lo compensó con los años que dedicó a combatirlo después con el prestigio de su pluma.

En 1990 cuando regresó de nuevo a Miami como candidato presidencial del Perú y se reunió con Jorge Mas Canosa y la directiva de la Fundación Nacional Cubano Americana, nos encontramos nuevamente. Me abrazó cariñosamente y en jarana le dijo a Mas Canosa: “La rusita nunca me ha perdonado que alguna vez apoyé a Fidel Castro”.

Lo resumió en su obra autobiográfica El pez en el agua: “El recorrido que me fue llevando desde mi juventud impregnada de marxismo y existencialismo sartreano al liberalismo de mi madurez”. Aun así, no me impresionaron sus palabras y hasta la fecha me pregunto cómo mentes brillantes se rinden ante la barbarie, aunque después logren enrumbar sus pasos hacia la luz. La vida me ha enseñado que no es más que la naturaleza humana en todo su esplendor.

Me gusta pensar que aquella visita a Miami, donde pacientemente Varguitas escuchó las historias de tantos cubanos, lo marcó para siempre. Cuando me dedicó el ejemplar que conservo de La Tía Julia y el Escribidor escribió: “Con mil besos”. Compartimos una mirada de complicidad. Era una forma de desagravio “por no haber reconocido la barbarie”, me dijo cuando me lo entregó.

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