viernes 14  de  marzo 2025
OPINIÓN

Política multilateral bastarda

La Corte Penal Internacional, institución creada para garantizar la rendición de cuentas de los perpetradores de crímenes de guerra y lesa humanidad, parece haberse convertido en un instrumento subordinado a los intereses particulares

Diario las Américas | LUIS MANUEL MARCANO SALAZAR
Por LUIS MANUEL MARCANO SALAZAR

La política multilateral contemporánea se encuentra en una encrucijada moral y estratégica que revela la degradación de los principios que, en teoría, han guiado las relaciones internacionales desde la Segunda Guerra Mundial. Resulta absurdo que una nación soberana, víctima de una invasión, se vea forzada a negociar la cesión de su territorio, no por una debilidad intrínseca, sino porque las potencias que una vez se erigieron como garantes de la libertad han decidido acomodarse a un nuevo paradigma geopolítico donde los intereses económicos priman sobre la justicia y los derechos humanos.

La paradoja de la actual crisis ucraniana radica en el hecho de que aquellos que desembarcaron en Normandía para liberar a Europa del yugo fascista ahora adoptan una postura ambigua y complaciente con el invasor ruso. Esta postura refleja un deterioro en los valores que alguna vez definieron la política exterior de Occidente. Los principios de autodeterminación de los pueblos, el respeto a la soberanía y la integridad territorial han sido sustituidos por el pragmatismo económico, dejando a un lado cualquier compromiso serio con la justicia internacional.

En este contexto, la Corte Penal Internacional, institución creada para garantizar la rendición de cuentas de los perpetradores de crímenes de guerra y lesa humanidad, parece haberse convertido en un instrumento subordinado a los intereses particulares de las grandes potencias. La inacción de la Fiscalía en relación con los crímenes cometidos en Venezuela constituye un golpe a la credibilidad del sistema de justicia internacional. La impunidad con la que los perpetradores de atrocidades operan en la guerra contemporánea pone en entredicho la viabilidad del derecho internacional como mecanismo efectivo de regulación de conflictos.

La política exterior de Donald Trump profundizó esta crisis de valores al abandonar el liderazgo moral que alguna vez definió a los Estados Unidos en el orden internacional. Su administración dio la espalda a Europa en un momento crítico, obligando a los países del continente a replantear su seguridad colectiva y a asumir la necesidad de un rearme sin precedentes desde la Guerra Fría. Este vacío de liderazgo impulsó a Europa a reconsiderar su papel en el mundo, redefiniendo un nuevo orden basado en el poder del mercado y no en los principios humanitarios que sustentaron el sistema internacional posterior a los Juicios de Núremberg.

Trump, con su retórica aislacionista y su desprecio por los compromisos multilaterales, erosionó la confianza en la alianza transatlántica, debilitando estructuras clave como la OTAN y alentando una reconfiguración del equilibrio de poder global. Su política exterior no solo facilitó la expansión de influencias autocráticas como la de Rusia y China, sino que también socavó el principio de que la comunidad internacional debe actuar con firmeza ante las violaciones flagrantes del derecho internacional.

El desinterés de la administración Trump por la defensa de los derechos humanos se manifestó en su indiferencia hacia las atrocidades cometidas en diversas partes del mundo. Su insistencia en la primacía de los intereses económicos sobre cualquier otra consideración llevó a una política exterior regida por el oportunismo y la transacción, dejando de lado la tradición estadounidense de proyectar un liderazgo basado en valores democráticos y humanitarios. Este pragmatismo extremo, disfrazado de realismo, resultó en un debilitamiento del orden global basado en normas y en la legitimación de la política de la fuerza como herramienta válida en la resolución de conflictos internacionales.

El retroceso en los valores que sustentaron el orden internacional de posguerra se hace evidente cuando se compara la respuesta de la comunidad internacional a conflictos pasados con la actual crisis ucraniana. Mientras que en el pasado se promovieron mecanismos de justicia internacional para castigar a los responsables de crímenes de guerra, hoy se observa una tibieza alarmante en la acción de los organismos internacionales. La inconsistencia en la aplicación de sanciones, la falta de una estrategia clara para disuadir la agresión y la creciente influencia de intereses económicos sobre decisiones estratégicas han contribuido a la erosión de la credibilidad de las instituciones multilaterales.

La guerra en Ucrania ha demostrado que el derecho internacional, en su estado actual, es más una declaración de intenciones que un sistema efectivo de justicia y regulación. La falta de consecuencias significativas para los perpetradores de crímenes de guerra y la incapacidad de las instituciones internacionales para hacer valer sus resoluciones reflejan el nivel de descomposición del multilateralismo. Mientras las potencias occidentales ponderan sus estrategias en función de cálculos económicos y geopolíticos, las víctimas del conflicto enfrentan una realidad en la que la justicia es un concepto distante e inalcanzable.

El proceso de rearme en Europa es otro síntoma del fracaso del sistema internacional. La necesidad de que países tradicionalmente pacifistas como Alemania incrementen sus capacidades militares es una clara señal de que la confianza en la seguridad colectiva ha sido socavada. La dependencia de la disuasión militar en lugar de la diplomacia y el derecho revela un mundo en el que la fuerza se impone sobre la razón. Este cambio de paradigma nos acerca peligrosamente a un escenario en el que los conflictos se resolverán por la imposición de la fuerza bruta, en lugar de mediante el respeto a normas establecidas para garantizar la paz y la estabilidad.

La contradicción entre los valores proclamados y las acciones emprendidas por las potencias occidentales se refleja en la manera en que se han manejado otros conflictos recientes. Mientras que en ciertos casos la violación de la soberanía y los derechos humanos ha sido condenada con vehemencia y sanciones, en otros se ha optado por una diplomacia indulgente motivada por consideraciones económicas y estratégicas. Este doble estándar no solo debilita la credibilidad del sistema internacional, sino que también envía un mensaje peligroso a los actores que buscan desafiar el orden global: la impunidad es posible si se juega bien la carta de la conveniencia geopolítica.

En última instancia, la crisis ucraniana ha expuesto las fallas estructurales de la política multilateral actual. La incapacidad de los organismos internacionales para hacer cumplir sus propias normas, la subordinación de los derechos humanos a los intereses del mercado y la deserción de liderazgos que alguna vez fueron pilares de la estabilidad global han creado un entorno donde la arbitrariedad y el oportunismo dominan el panorama internacional. Si el mundo no es capaz de revertir esta tendencia, la erosión del orden basado en normas podría llevarnos a una era de mayor inestabilidad y conflictos impredecibles, en la que la diplomacia internacional será poco más que un eco lejano de ideales abandonados.

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