“¡Hay que ser imbécil, moralmente imbécil para suponer que es mejor vivir rodeado de pánico!”, escribe Fernando Savater (Ética para amador, 2007), cuando se refiere a Ricardo III de Inglaterra (1452-1485), personaje central de la tragedia de Shakespeare. Ricardo Plantagenet, duque de Gloucester, es un personaje deforme, resentido, acomplejado y cruel, cuyo único objetivo en la vida es lograr ser coronado rey de Inglaterra. Para lograrlo, Gloucester se vale de todo tipo de artimanas, complots y asesinatos. Su psicopatía se expresa con cinismo, codicia y planes perversos que esconde bajo toda suerte de apariencias, incluyendo la de mostrarse como un hombre que “ama demasiado” a sus súbditos. Corteja, posee y luego desecha a Ana, viuda de Eduardo IV, Príncipe de Gales, a quien ha ordenado asesinar para convertirse en protector del reino. Este drama en cinco actos fue escrito por Shakespeare en 1593, inspirado en las anécdotas sobre las dos nobles familias de Lancaster y de York, luego de la famosa Guerra de Las Rosas. Nadie mejor que el para hurgar en las pasiones humanas y meter el dedo en la llaga de los poderosos. La tragedia es generada por las pulsiones psicopáticas de un individuo que ha logrado “el poder por el poder”, dentro de su incapacidad de crear valor en su reino, provocando su propia ruina, produciendo su propia Némesis. ¿Por qué termina Gloucester vuelto un enemigo de si mismo? ¿Acaso no ha conseguido lo que quería, el poder del trono? Si, pero al precio de desmantelar toda posibilidad de ser amado y respetado.
Pero no hay rey sin súbditos, no hay tirano y no hay dictador sin masas resignadas. Ante el poder despiadado de Ricardo III se inclinaron todos los nobles, incluyendo a Ana Neville, la viuda de Eduardo IV, a quien Ricardo ha asesinado para convertirse en guardián de sus hijos a quienes asesinara también. Ella lo sabe, sin embargo, se rinde a sus pies. Shakespeare conduce al lector a preguntarse por qué lo adulan y toleran. La respuesta la da La Boetie, quien afirmaba que los tiranos se crecen sobre la “servidumbre voluntaria de sus súbditos”. Savater profundiza en la psicología del personaje, afirmando que Gloucester quiere ser amado, se siente aislado por su malformación y cree que el afecto puede imponerlo a los otros por la fuerza. “Un trono no concede automáticamente ni amor ni respeto verdadero, sólo garantiza adulación, temor y servilismo. Sobre todo, cuando se consigue por medio de fechorías” (Savater). Gloucester se aprovechaba de los otros cuando le venia bien su colaboración, los aniquilaba si ya no le resultaban útiles. Habría que estudiar aun mas la psicología de la resignación, pues todos conocían muy bien sus intenciones y sin embargo le servían y adulaban.
Shakespeare por su parte, desnuda al despiadado personaje en la dimensión de su verdadera tragedia, al conducirnos al final del primer acto, en el que Ana Neville, daga en mano, amenaza a Gloucester, preguntándole por que ha asesinado a su esposo y a tanta gente, solo para entronizarse en el poder, para engreírse, ufanarse y vanagloriarse, para nada mas, pues no tenia nada que dar al reino, mas bien era un ser mediocre, una nulidad. El le toma la mano donde ella sostiene la afilada hoja, sujetándola con la suya y con provocación coloca la punta sobre su propio corazón, mientras le contesta con lacónico cinismo: “Esta mano que por tu amor mato a tu amor, matara por tu amor a un amor mas fiel: serás cómplice de sus dos muertes”. A lo que Ana le responde conteniendo el pánico y la repulsión ante tanta perversidad: “Querría por un instante conocer que escondes en tu corazón”.
Al final de la obra, ya cansados de tanta violencia e impunidad, las tropas rebeldes de la casa Tudor entablan combate contra su ejercito en Bosworth (1485), donde Ricardo III, después de pasar una noche atormentado por la espantosa visión de sus victimas, se encuentra, pie en tierra, desesperado en medio del fragor de la batalla. Shakespeare inmortaliza ese momento cuando el rey, cercado por sus enemigos, antes de ser abatido mortalmente grita desesperado: “¡Mi reino por un caballo!”.
Una analogía con el final de esta historia aplicada a la tragedia venezolana cuyos actores son igual de despiadados y cínicos, podría concluir con el clamor de Maduro pidiendo un caballo llamado “negociación”.
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