domingo 13  de  abril 2025
RELATO

"Low noise"

Vivencias que toman forma de relatos y conducen a la reflexión

Diario las Américas | CAMILO LORET DE MOLA
Por CAMILO LORET DE MOLA

Roberto tenía un cassette, un artilugio plástico que lo diferenciaba del resto del mundo.

Era su linterna mágica, la única ficha de un rompecabezas dorado que nunca alcanzó a completar, la resina prodigiosa con que rellenaba agujeros y carencias infantiles.

Como en la casa de Roberto sólo había un radio nunca pudo escuchar el cassette, pero no importaba, su magia era parte de los ruidos cotidianos; no estaba concebido para ser propiamente escuchado, le hacía sentirse como los amigos que se lo regalaron: gentes de muchas anchuras y bastante tiempo para las cosas mundanas.

En las tardes, cuando llegaba de la escuela, lo sacaba de su escondite para acostarlo sobre las libretas de la tarea, buscando el contraste del rectángulo naranja sobre los renglones garabateados con cuentas de matemáticas y respuestas de historia. Su tesoro había llegado solo, sin cajita que protegiera su cinta oscura, siempre expuesta.

Lo imaginaba una parte común del exiguo patrimonio familiar, nada especial, como uno de esos ceniceros o búcaros que aparecen —a veces en el baño y otras en la cocina— sin que nadie entienda como se mueven de un lugar a otro, tarecos siempre disponibles, pero nunca buscados y que logran su minuto de fama justo el día en que se rompen y uno se devana los sesos recordando el momento en que llegaron a la casa.

Pero eran sólo fantasías.

La relación de Roberto con su cassette era muy especial, al extremo que a veces lo sacaba a pasear.

Simulando un gesto habitual y como con desgano, lo dejaba caer en el bolsillo de la camisa, siempre con la cara B hacia el frente, evitando ser demasiado evidente.

Preparaba coartadas, bálsamos para preguntas curiosas, argumentos como “vengo de grabarlo”, “lo voy a prestar”, “tengo una fiesta” o “se lo llevo a mi novia”.

También ensayaba justificaciones, prohibiciones paternas y amenazas de castigo para evitar prestarlo o dejarlo en manos de los amigos por más de unos segundos.

Con los años, entre tantos paseos y contemplaciones, el cassette se volvió incorpóreo, desdibujó sus contornos hasta desaparecer. Hoy lo recuperó, casi intacto, convertido en destellos afectivos, que saltan de una mano a la otra de su orgulloso dueño.

Roberto interrumpe su almuerzo en una cafetería de Hialeah para sacudirlo nuevamente y sentir su familiar vibración de sonajero anaranjado.

Se imagina tensándole la cinta desde sus orificios redondos, blancos y dentados, presionando con el casquillo de un lapicero cada uno, en sentido contrario. La cubierta transparente de sus recuerdos le permite asomarse a la asimetría intencional del rebobinado, un lado más grueso que el otro, como si acabara de escuchar completa una de sus caras.

Siente vergüenza, el ridículo que nace con las canas lo lleva a hundirse en un mar de justificaciones.

Le calmo, mucho antes que él llenaba yo una gaveta con cajetillas de cigarros vacías. Mucho después de él visualizo a mi sobrino acumulando papeles de caramelos, cajas de dulces y etiquetas de pantalones en un cuaderno al que llama “la colección”.

En una Cuba hogareña, tierna y precaria todos los niños tuvimos un cassette, una llave de ninguna puerta y de todas las puertas a la vez, la versión miserable de la piedra filosofal, el cúmulo de todas las palabras en una sola dimensión de plástico, el primer escalón del laberinto de nuestras aspiraciones. Fuimos felices a nuestra manera, con un aleph que nos inventamos a partir del residuo de un fumador o los restos de la saliva de aquel niño que sí se comió el caramelo. Hoy, casi a nuestro pesar, la felicidad coincide con la memoria de aquellos días.

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