domingo 6  de  octubre 2024
RELATO

La cantera

Vivencias que toman forma de relatos y conducen a la refexión

Diario las Américas | CAMILO LORET DE MOLA
Por CAMILO LORET DE MOLA

Amenazaban en Cuba a los recién graduados de Derecho con perder el título si no ejercían como jueces y fiscales, al menos por dos años. Una solución improvisada ante la renuncia masiva de profesionales de la justicia en medio del período especial de principio de los años 90.

Bajaron el listón, ya no necesitaban años de experiencia o probada capacidad para convertirlos en los jueces y fiscales que decidirían la suerte de tantas personas.

Fueron estos y no los vetustos magistrados los que impusieron la pena de muerte a violadores de niños, asesinos y hasta supuestos terroristas que entonces desfilaron por las cortes.

Esa inexperiencia de carnes firmes disimuladas bajo sus togas negras no dudaba en ratificar las peticiones fiscales, ignorando que quienes imponían la pena máxima estaban obligados a presenciar el acto de fusilamiento.

“Nos montaron en el vancito del tribunal y Tomás era el jefe, el único con más de 20 años de experiencia”, me contaba Yamilet, una de las novatas que presumía de ser la ponente en la sentencia de muerte contra un connotado asesino de viejitos.

Los fusilados serían seis, los sacaron esa mañana a bordo de un camión jaula, perseguido muy de cerca por una guasabita, así llamaban a la camioneta soviética que servía de ambulancia y que regresaría con los cadáveres.

“Esta gente no sabe disimular” me decía Ernesto, el preso encargado del salón de abogados de la cárcel combinado del este, “todos sabíamos a donde los llevaban, ellos también, pero se montaron tranquilos, sin perreta, resignados”. El susto en los ojos de Ernesto se profundizaba al imitar el eco con que les llegaban las andanadas hasta la cárcel, “…tow, tow…” alargaba los sonidos con las manos alrededor de la boca, “es que la cantera donde los matan está allí mismo” y señalaba la pared del fondo, como si pudiéramos atravesarla de un oteo y alcanzar más allá de las colinas que rodeaban la cárcel. “Para acá no vuelven, los llevan a medicina legal, pero la guasabita sí la lavaron aquí, los presos de la fregadora dicen que para vomitar”.

Yamilet retuerce uno de sus hermosos rizos contándome que los ubicaron a la derecha mientras, de uno en uno, bajaban a los condenados, “cuando abrían la doble puerta alcanzabas a ver las cabezas nerviosas de los que quedaban adentro, desesperados por mirar, adelantándose a lo que tendrían que enfrentar en unos minutos”.

El comedor de la casa de Yamilet me queda chiquito para respirar, tras días sin ir a trabajar la creí enferma y me llegué a verla, ajeno a la complicidad que me compartiría. “Cuando ya los tenían esposados en el palo, Tomás leía el rechazo del tribunal supremo y nada más terminaba la última línea sonaba el preparen, apunten, puumm”.

Con cada ejecución aparecían dos médicos con sus batas blancas, moviéndose entre las camillas de los muertos y los verdugos que permanecían formados frente al poste, con sus uniformes de policía, esperando la próxima víctima.

Los galenos también se ofrecían para medir la presión o dar algún sedante a los jueces, “Nadie quiso”, recuerda Yamilet, “pero un médico hubiera sido útil a bordo del van cuando regresamos al tribunal, cuando todo se derrumbó”.

Mi amiga se va desesperando, insiste en recordar la imagen del jefe acercándose a los fusilados para reventarles la cabeza, “un tiro innecesario, estaban remuertos”, también revive el momento en que los médicos toqueteaban los cadáveres para contar los disparos en sus pechos y cerciorarse de que no respiraban.

Traté de consolarla enumerando los delitos por los que fueron ejecutados o que con los días la presión cedería, “se ve que no estabas allí”, me reprochó, “solo con mi cuento y mira la cara de mierda que tienes” entonces arrancó a llorar, un mar de lágrimas que desde entonces me acompaña cada vez que la recuerdo.

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