En el recuento obligado de lo que fue la presidencia de Jimmy Carter nadie pretender reconocerle el mérito que el recién fallecido tuvo para mi generación: los adolescentes cubanos de finales de los 70 ven en Carter al responsable del fenómeno social conocido como “la tía de la comunidad”.
Con Carter en la Casa Blanca y tras 20 años de aislamiento aparecieron en la isla socialista los familiares del norte, que ya no eran gusanos, ahora ese epíteto se refería solo al tipo de maletas con que llegaban cargados de regalos para los “justos”, aquellos que se quedaron con Fidel y a los que supuestamente estos emigrados odiaban a muerte.
En la dimensión monocromática a que estábamos obligado a vivir, la llegada de los parientes fue como una especie de carnaval, más allá de los olores a Charlie o los pantalones Caribou y las camisetas Sasson, descubrir el sentimiento de familia que primaba entre los supuestos enemigos fue un impacto brutal, un despertar a una variable que nos habían escondido de exprofeso.
En la época de Carter los jóvenes cubanos tuvimos por primera vez un punto de comparación y la falacia castrista no salió muy bien parada. La realización personal de los “no ingenieros” llegados del norte parecía mucho mas tangible que las promesas del futuro brillante y la libreta de racionamiento.
Además, había pluralidad de criterio, que no todos venían a comprarnos el alma con pacotilla. Entre los gusanos convertidos en mariposas, según un chiste de moda, también vinieron exiliados de izquierda, Maceítos, socialdemócratas y homosexuales felices, no perseguidos.
Sometidos a aquello de que “con la revolución todo, contra la revolución nada”, la diversidad de los emigrados era otra diatriba que nos dejaba boquiabiertos. Y no fue solo entre los adolescentes, el fenómeno de “la tía” generó una explosión social en todo el país que desembocó en la crisis del Mariel.
“Fidel metió la pata con dejarlos entrar”, decía bajito, a modo de confidencia, la presidenta del CDR de mi cuadra, “trajeron la divisa tan necesaria para el país, ¡pero mira cuanto veneno nos coló Carter!
También recuerdo el chiste de Pepito que proponía cambiar tres tíos internacionalistas en Angola por una sola tía, pero de la comunidad.
Y es precisamente con el Mariel que Carter se anotó otro gol con mi generación, al dejar entrar a todos los que escaparon de la isla, incluso a los delincuentes, enfermos y espías que Fidel sí les coló a los gringos. Pero a pesar del intento de sabotear, la generación del Mariel, en gran parte integrada por los que abrieron los ojos con “la tía”, hoy son personas de bien y orgullo de los que viven aquí, en la orilla de los supuestos odiadores.
Si bien es justo asociar a Carter a la victoria sandinista en Nicaragua o al desastre del rescate de rehenes en Irán e incluso a la perdida de valores y orgullo estadounidense, yo prefiero recordarlo ya anciano, defendiendo el proyecto opositor Varela en el aula magna de la universidad de La Habana, desarmando el circo que un Fidel disfrazado de agradecido se había montado, otra bofetada inesperada para el régimen, otro error de calculo del dictador, como lo fue dejar entrar a la comunidad, o quitar los custodios de la embajada de Perú, o trasmitir en vivo las palabras de Carter durante su visita en el 2002.
Por cierto, aquí en el exilio, en un ejercicio de añoranza busqué el perfume que marcó el parteaguas de nuestra generación y lamentablemente el aroma disidente del Charlie de cajita azul de 1980 solo existe en mi mente, ya no me huele igual, la esencia no ha cambiado, es mi ambición por lo desconocido la que ha perdido la energía. Pensar que el dulzón del perfume de entonces fue el disparo de arrancada de nuestra decepción con el oficialismo para mirar por encima de la valla que nos habían construido en derredor.
Y no fue solo para los que tuvieran “tías”, el perfume de Carter nos podía llegar también desde la casa de un vecino o de un compañero de escuela y convertirnos por igual en los “diversionistas ideológicos” perseguidos por el régimen.
Irina me cuenta que fue de los pioneros que como corderitos llevaron a saludar el congreso del partido comunista en diciembre de 1980, flor en mano y con una alegría obligada desfilaban por los pasillos hasta la tribuna, al mejor estilo soviético. “Olía a Charlie”, me dice recordando desde el exilio, “el perfume de la comunidad se había colado en el cuello de alguna de las delegadas y muchos del batallón pioneril lo comentábamos antes del regaño de la maestra aclarándonos que estábamos allí para ver a Fidel, no para estar oliendo nada”.