¿Qué estamos perdiendo y hemos de recuperar, y cómo explicar las polaridades culturales, sociales y políticas que agobian a Occidente desde los finales del siglo XX? Los incapaces de entender lo inevitable y hasta necesario de estas y la pérdida actual de sus equilibrios, antes que restablecer las tensiones que las contengan – al igual que lo hace el principio de la gravedad entre los planetas y nuestro Hábitat – cómodamente se alejan o se neutralizan, sirven a cada polaridad en la circunstancia que ven útil o practican, hipócritas, sincretismos de laboratorio incapaces de resolver, mientras se pueda.
En El sueño de la razón, José Rodríguez Iturbe va directo a la esencia de la crisis de polaridades que inunda a Occidente, que no es la simple oposición entre izquierdas y derechas. Afirma que “el hombre pretendiendo diseñar su Dios pret-a-porter” sólo “busca a Dios, cuando se concede licencia a su presencia, como factura propia y como ayuda de su proyecto existencial”. Luego, “cuando decide no tomarlo en cuenta, reacciona con violencia y desequilibrio frente a la posibilidad de su existencia”. Y tal como lo predican los panteístas posmodernos, siendo que lo humano sería un mero ente, ha de vérsele como parte inescindible de la Naturaleza, del ecosistema dentro del que nace y se metabolizará a su muerte por asumirse extraño a la Esencia de las esencias, a la fuente increada del todo, en la que no cree o de la que prescinde a su arbitrio: «Yo soy el que soy» (Éxodo: 3:14).
Se trata de que las generaciones contemporáneas, en el entorno civilizatorio que nos ha acompañado secularmente, ven a Dios o a su prescindencia en términos de utilidad, como un elemento meramente modelador de ideas y comportamientos históricos. Serían estos los que al cabo nos darían identidad o carácter como personas y también en comunidad; ¿concreción de “una” esencia no única – de lo que permanece en todos – y de lo que creemos ser, como seres o entes y como seres humanos racionales?
La cuestión, como la veo y a la luz de lo explicado por Rodríguez Iturbe – la razón por si sola y onírica procrea monstruos – es que la velocidad del tiempo actual, que es el tiempo del No tiempo o de la instantaneidad desasida de lugares y dominada por el imaginario virtual mal puede detenerse en la «Esencia de las esencias»: en lo invariable e infinito, del que se desprenden las segundas como esencias de los universales o de los particulares, o como esencias respectivas del bien y las del mal que nos atormenta, al romperse sus equilibrios por obviarse a la primera.
Creyendo la esencia de lo terrenal y objetivo, como la de la ciencia que es hija de la razón humana con sus anversos y reversos inherentes, que al deshacerse de su relación con el espacio y el tiempo tras las grandes revoluciones en curso: la digital y la de la inteligencia artificial, se ha hecho dios y puede sustituir a Dios; pues este, infinito, trascendente a toda idea de localidad y del correr de los horarios al no tener principio ni final, es la fuerza increada y creadora que sostiene bajo equilibrios al cosmos, al universo y sus costelaciones: pensemos en la nuestra y pequeña, la del planeta tierra que ocupamos y nos contiene como seres humanos en tensión gravitatoria y recíproca cooperativa.
La pérdida de toda relación de lo humano en Occidente con la Esencia de las esencias, llamémosle Dios, explica el enloquecimiento de las polaridades sociales y políticas en curso: como la declinación amalgamadora de las naciones y de las repúblicas que aquéllas han sustentado bajo la forma de Estados. Ha cedido la tensión funcional entre unas y otras y giran sin control, y se deshacen los vínculos, y en lo humano queda atrás el valor gregario de los afectos y de la solidaridad en el dolor.
Ese equilibrio mal puede restablecerse mediante transacciones entre partes o polaridades, como si acaso pudiese concebirse una tregua entre la bondad y la maldad, entre el buen vivir a costa de todos y la vida buena para uno junto a los otros; debiendo preservarse, sí y en el caso de la vida buena, la unidad y unicidad de la experiencia de lo humano, alcanzable ante los otros y con los otros para que cada uno sea, como ente, persona, esencia humana, guiada por la idea del Bien Común.
Occidente, indigestado por los catecismos que predican la amnesia y el adanismo, la pulverización de las culturas y la inflación de las identidades – que sólo alcanzan a conectarse sin convivir, a través de los caminos que les ofrece bajo condición la gobernanza o dictadura de las redes inteligentes – y por haberse, además, desecho de sus propias esencias singulares hasta perder cada occidental su ser y de suyo su verdadero «ethos», se ha suicidado. Ha dejado de ser. Es “ente”, sí, sin ser, pues ya no es cada hombre y cada mujer, ni hombre ni mujer siquiera racional. Y el alma que ha mantenido encerrada en el tiempo y en el lugar de su cuerpo, cree haberla vaciado sino inutilizado, para ofrecerse como dato válido en el altar de los algoritmos, al servicio de una deidad profana: La robótica en avance que predice, aquí sí, el fin de la historia.
Es esta una lectura probablemente apocalíptica, según lo observara con agudeza y perspicacia el prologuista de mi libro El viaje moderno llega a su final, Luis Alberto Lacalle H. Ahora puedo decir que sí. ¿O, es que acaso las polaridades necesarias pero tensionadas por una fuerza invisible a lo humano, para que éstos se sostengan sin desprenderse de sus sitios y puedan moverse ordenadamente con el paso de los tiempos sin causar tanta destrucción, no es lo que predica el Apocalipsis? Escrito en tiempos de perturbaciones y por algún seguidor del apóstol Juan o de inspiración en sus textos, dice: “! ¡Ojalá fueras frío o caliente! Ahora bien, puesto que eres tibio, y no frio ni caliente, voy a vomitarte de mi boca”.
La corrección en los equilibrios de los extremos inevitables se alcanza al través de la Esencia correctora de las esencias humanas y naturales, y no en avenimientos transaccionales y a la luz de la razón entre humanos que siempre excluye; que sólo sabe, una vez como se separa de Dios, forjar diálogos para que el mal de los «ángeles caídos» no se vuelva hiperbólico o para que, quienes se asumen, a sí mismos, como encarnaciones humanas de la bondad sustituyéndose en Dios y encarnándolo, eviten como iguales demonios provocar más daño como expresión del mal absoluto. Impiden toda forma de redención posible, sean de derecha o sean de izquierda.
Benedicto XVI, no por azar, hizo su alerta en Lumen Fidei: “La verdad grande, la verdad que explica la vida personal y social en su conjunto, es vista con sospecha. ¿No ha sido esa verdad —se preguntan— la que han pretendido los grandes totalitarismos del siglo pasado?, ¿una verdad que imponía su propia concepción global para aplastar la historia concreta del individuo? Así, queda sólo un relativismo en el que la cuestión de la verdad completa, que es en el fondo la cuestión de Dios, ya no interesa”.
Sólo se resuelven tales extremos y sus polaridades cuando las reconduce la razón del afecto y de la necesidad, partiendo o afincándose cada una en su «ethos» pero una clara comprensión de la verdad. Han de servir a la verdad, purgándose de los regímenes de la mentira, con lo cual puedan integrarse dinámicamente, izquierdas y derechas y sostener una tensión constructiva que salve la Esencia. Y si no cree, en ella, tendrán que inventarla.
Esto lo precisa, a la luz de su observación sobre una parcialidad, pero extrapolando la universalidad de su enseñanza el autor citado: El contractualismo liberal, que propone la destrucción y reconstrucción del hombre, llena de precariedad y de artificialidad el existir social. “Ese contractualismo [al deshacerse de la Esencia de las esencias] pretendió hacer la sociedad a su imagen y semejanza. Nunca partió del plenario reconocimiento de la naturaleza de la persona humana [criatura creada], porque desde su atalaya sólo se percibían intereses y no tenía sentido averiguar la raíz óntica de la verdad sobre el hombre”.
A la luz del «quiebre epocal» que experimentamos los occidentales y en América Latina, en donde la maldad absoluta parecería enseñorearse y volverse un absoluto – hasta en los predios de la Corte Penal Internacional – al punto de que tienta y busca modelar a sus “enemigos” según la lógica schmittiana, sólo el regreso a la recta razón, permitirá restablecer la convivencia superando el terremoto de la deconstrucción; que es recta como razón cuando “busca el saber sobre el ser” y se apalanca sobre el sentido común, a saber, donde el ser predomina sobre el saber.
Y aclara con pertinencia Papa Ratzinger, que “la pregunta por la verdad es una cuestión de memoria, de memoria profunda, pues se dirige a algo que nos precede y, de este modo, puede conseguir unirnos más allá de nuestro «yo» pequeño y limitado. Es la pregunta sobre el origen de todo, a cuya luz se puede ver la meta y, con eso, también el sentido del camino común”.
En fin, el voluntarismo político, vuelto narcisismo y en su maridaje con la ciencia de lo digital y la inteligencia artificial, sólo cederá cuando se entienda, como lo explica El Sueño de la razón, que “el simple homo faber u homo sapiens [transformado ahora en Homo Twitter] no está en capacidad de reconocer que su dignidad raizal y suprema está en ser hijo de Dios”. Es la única fuerza, increada, repito, que sostiene la lógica tensional del universo y le fija sitios y ciclos en el firmamento a la luz y a la oscuridad.
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