domingo 24  de  marzo 2024
UN HOMBRE Y LA LUNA

Viajar sin paraguas

¿Por qué Colombia es, al mismo tiempo, el país de miles de guerrilleros y narcotraficantes, y la tierra bendita de la que surgen maravillosos escritores, músicos, pintores y cineastas? 

Diario las Américas | JAIME BAYLY
Por JAIME BAYLY

La relación que tengo con Colombia es una de profundo aprecio y gratitud. He vivido un año en un hotel de Bogotá, en la calle 84, haciendo un programa todas las noches en una cadena de noticias. He viajado muchas veces a Bogotá y Medellín, bien para presentar un libro o grabar entrevistas. He recorrido el país hace años, presentando un monólogo de humor en teatros, salones de hoteles y bares de ambiente. He dado vida a un muñeco humorístico engolado y mal peinado llamado Jaime Gayly. Y tenido la inmensa fortuna de conocer a sus más grandes artistas: Gabo, Plinio, Mutis, Botero, Abad Faciolince, Shakira, Juanes, Vives, Sofía Vergara, entre muchos otros.

¿Por qué Colombia es, al mismo tiempo, el país de miles de guerrilleros y narcotraficantes, y la tierra bendita de la que surgen maravillosos escritores, músicos, pintores y cineastas? Es una de las muchas extrañas contradicciones a las que uno se asoma cuando la visita: décadas viviendo al borde del precipicio, y, sin embargo, desde ese lugar de alto riesgo, donde el futuro por momentos se nubla y parece sombrío, mientras soldados y terroristas se persiguen, emboscan y entrematan, los escritores fabulan sus ficciones, los pintores traman sus obras de arte, los músicos urden sus conspiraciones y los actores nos convencen de que no son ellos, son otros. ¿Será que en un país próspero, seguro, confiable, predecible, civilizado, los artistas se ablandan y aburguesan? ¿Será que el vértigo de crear al borde del abismo los hace mejores, más sensibles, más arriesgados? ¿Será que la locura política espolea o azuza la locura artística? ¿Será que los grandes soñadores comprenden que los sueños políticos no sirven para nada y más vale confinarse a los artísticos? No lo sé, pero Colombia es, junto con México y la Argentina, el país más artístico de América Latina, y no me pregunten por qué.

He visitado la Casa de Nariño cuando Samper era presidente y lo oposición le exigía la renuncia por recibir dineros del narcotráfico. He apoyado a Pastrana en la campaña que perdió y, cuatro años después, en la que ganó. He tenido la suerte de conocer la finca de Uribe en Río Negro, en las afueras de Medellín. He volado en helicóptero sobre las montañas de Medellín, con sus grandes haciendas y sus vistas sobrecogedoras. Amenazado por un lenguaraz dictador vecino que murió de cáncer, me he desplazado por Bogotá en autos blindados y con custodios armados. He sido íntimo amigo de la manager de Shakira, que murió joven, misteriosamente, sola, anonadada de pastillas, en Bogotá. He entrevistado a Santiago Medina, el tesorero de Samper, cuando se encontraba bajo arresto domiciliario, él asomado a la ventana de su apartamento, yo con mi equipo desde el edificio al otro lado de la calle. He tomado incontables jugos de uva y mandarina. He sentido que me moría una noche en el hotel cuando la cabeza se me puso helada. He conversado con Gabo en casa de Gaviria. He fumado marihuana en Cartagena de Indias.

Pero el mejor recuerdo que guardo es un fin de semana en que mis hijas, entonces adolescentes, vinieron a visitarme desde Lima, acompañadas por su madre y sus mejores amigas del colegio. Siete mujeres en total, seis adolescentes y una señora, llegaron a Bogotá a ver un concierto de Coldplay y se alojaron en un apartamento que yo tenía en la carrera Octava con la 86, a pocas cuadras del hotel, y  en el que no podía dormir porque en el edificio vivían tres perros que no dejaban de ladrar todas las noches. No solo tenía un apartamento que no me servía para nada, salvo para alojar a mis infrecuentes visitantes, también había comprado una camioneta que no usaba porque sus alarmas se activaban cada vez que alguien pasaba muy cerca de ella, y como en Bogotá hay tantos motociclistas, salir a manejar resultaba una pesadilla, pues las motos pasaban zumbando a centímetros de la camioneta y las alarmas chillaban sin cesar y yo me ponía en trance paranoico, pensando que en una de esas motos venía un sicario a matarme. Esos días con mis hijas y sus amigas fueron fantásticos, y es uno de los últimos recuerdos felices que atesoro con ellas, pues un tiempo después me enamoré de Silvia y ellas se alejaron de mí y estuvimos cuatro años largos, larguísimos, dolorosísimos para mí, sin vernos.

También recuerdo entrañablemente (la memoria es así, arbitraria, caprichosa) una noche en que fuimos con Silvia a cenar en el restaurante de Gastón y Astrid en Bogotá, y me pareció que era la cena más refinada, espléndida y deliciosa de mi vida. Por supuesto, también comimos en el restaurante de mi primo, que es un artista de la cocina, pero, que nadie se enfade, mejor me atendieron en la casona de Gastón, donde, al salir, me pidieron que firmara un cuaderno de visitantes, y me limité a escribir “ay, qué rico”, en homenaje a ese gran cronista que es Jaime Bedoya, cuyo primer libro se titula así.

Amigos colombianos no he tenido ni tengo, aunque hace años me sentí amigo de Shakira, pero desde que se mudó a Barcelona ya no nos vemos como antes. Amantes tampoco he tenido, salvo un par de hermanas mellizas que vinieron a mi suite en Casa Medina después del monólogo de humor y con las que me permití jugar eróticamente. Hace unos años me entrevistó en el hotel una chica preciosa, reportera de la revista Bocas, cuyo nombre he olvidado, a la que le propuse subir a mi habitación, quizás para comerle la boca, pero ella declinó, alegando que tenía novio, una pena. A Silvia no le gusta Bogotá por su tráfico espeso y sus noches heladas, y por eso cuando me toca visitar la ciudad para cumplir agenda literaria, viajo solo y me alojo bajo el nombre que usaba Gabo para firmar sus primeras crónicas en El Espectador, y que yo usé en la trilogía Morirás mañana: Javier Garcés, hágale, pues, cómo quiere que le colabore.

Ya no me interesa fumar marihuana cuando paso por Bogotá. Me han sobrevenido tantas dolencias y achaques que las enfermeras de la clínica El Country, a pocas cuadras del hotel, me reconocen y saben que a veces me falta el aire. Los botones y camareros del hotel señorial me llaman afectuosamente “Don Jaime” y me conminan a volver a vivir en la suite del séptimo piso y yo les digo que volveré en la próxima campaña presidencial, en un par de años. Mis editores me invitaron a una feria del libro en homenaje a los escritores peruanos, pero el Gobierno de Lima me vetó, mejor para mí, no me gusta deberle favores a nadie, y menos a mis enemigos. Sé de escritores peruanos que han pasado por Bogotá dándose vida de reyes, todo pagado por la cancillería y el ministerio de cultura peruanos, que Dios los bendiga y les preserve las prebendas y canonjías. Yo llego a la feria del libro como me gusta viajar: pagándome el billete aéreo para expandir mi voluminoso trasero en primera clase, y pagándome el hotel que más me gusta para estar en el lugar correcto, en mi barrio bogotano, allí donde me siento en casa.

A veces, cuando pienso que el programa que hago en Miami tiene los días contados, y me pregunto dónde si acaso me gustaría continuar mi carrera de hablantín de la televisión, le pregunto a Silvia si estaría dispuesta a mudarse conmigo a Bogotá o Medellín, para reanudar mi relación de afecto con el público colombiano, pero ella me responde enfáticamente que eso no habrá de ocurrir, pues, si nos vamos de Miami, será para volver a Lima o, mucho mejor, para pasar unos años en Buenos Aires, la ciudad que tanto nos fascina y en la que ella tiene unas amigas divinas. En ocasiones también pienso, pero esto no me atrevo a decírselo a Silvia, que yo sería un estupendo embajador en Bogotá, no digamos ya en Buenos Aires o Montevideo, pero para eso tendrían que estar mis amigos en el Gobierno de Lima, lo que, dada mi histórica mala suerte con la política, parece harto improbable.

De momento solo le pido a Bogotá que me deje dormir de noche y no secuestre el aire de mis pulmones, nada más. Mi hija menor, obsesionada con el clima de las ciudades más insólitas, cuya temperatura vigila desde el celular, me ha prevenido que hará frío y lloverá mucho: supongo que habrá que mojarse, como me mojé en el último Sant Jordi, caminado por el barrio Gótico, pues no he sabido nunca viajar con paraguas.

¡Recibe las últimas noticias en tus propias manos!

Descarga LA APP

Deja tu comentario

Te puede interesar